Alejo Schapire
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Ahí hay AI
No soy un fetichista de lo artesanal y menos aún un ludita. Prefiero un producto fiable y que haya pasado por controles de calidad industriales, amo la época. Soy un entusiasta “early adopter” de cuanta boludez haya, y al mismo tiempo no dudo en descartar rápidamente un gadget si no me aporta nada. Por ejemplo, un reloj que haga algo más que darme la hora.
Puedo ser un gran defensor de la magia del ebook -capacidad de almacenamiento, sistema de anotaciones, acceso inmediato y “gratis” a obras- y reconocer al mismo tiempo las desventajas: la dificultad para individualizar una novela sin un peso específico (no siento por qué parte voy del libro) o memorizar un texto con un soporte invariable que no asocio a una portada, una tipografía, una textura. La lectura se “adhiere” menos a mi mente. Lo mismo para escribir, para alguien con una caligrafía que hasta mí me resulta jeroglífica, el teclado pone un orden límpido, aunque entiendo el revés de la medalla: la facilidad para desplegar velozmente un texto que luce correcto y definitivo desde el primer borrador es una trampa seductora. En cambio, escribir con la lápiz o bolígrafo, en el que la punta se enfrenta a la resistencia física de la página fibrosa y mis letras torcidas lucen infantiles, me obligan a tomarme más tiempo y desconfiar de lo que voy haciendo, lo que se traduce por una mayor exigencia.
Todo esto porque trato de entender lo que me provoca la irrupción de la Inteligencia Artificial (IA) en nuestra vida cotidiana. Tengo una amiga que, pese a ser diez años menor, aborrece mi fervor por todos los adelantos tecnológicos. El libro digital le parece una aberración, usar una computadora una concesión al mercado laboral, las librerías el último bastión de la civilización e incluso envía largas cartas manuscritas por el correo tradicional a amigos y familiares. En sus tiempos libres, se dedica a la traducción de obras literarias. Como era previsible, cuando le hablé de los progresos de la IA y notablemente del traductor Deepl, lo vio como una intrusión bárbara, incapaz de interpretar, contextualizar, matizar, redactar con naturalidad, todas esas cosas que pueden brindar un experimentado traductor humano y su sensibilidad. Hasta que lo probó a regañadientes y hoy lo usa a diario. La razón es sencilla, el programa asistido por IA es endiabladamente eficaz, (aunque siempre haya que pasar detrás para corregir algo).
Ante todos los dilemas “humano vs máquina” citados más arriba, para mí prevalece el pragmatismo: elegir lo que funciona mejor, alternar los usos según lo que busco en el momento, y si esto significa descartar el factor humano, lo dejo de lado sin sentimentalismos ni solidaridad con la especie. Sin embargo, me doy cuenta de que por logradas que sean las imágenes y dibujos por IA, así como los textos generados por esta, no me interesan en absoluto, y trato de entender por qué no provocan nada en mí.
La ejecución de la idea puede ser muy satisfactoria, incluso superior cada vez más superior al de un artista o escritor de talento promedio, y eso que estamos en las premisas de esta revolución. ¿Cuál es entonces el problema? ¿Por qué no colgaría en mi casa una imagen hecha por IA? ¿Por qué no me interesa leer una obra de ficción o poesía fabricada de esa manera? Porque, claramente no es por la calidad del “resultado”.
Creo que la respuesta la tuve el otro día en la máquina de café de la oficina. Inserté las monedas, presioné el botón de Expresso y una voz femenina electrónica me dijo “gracias por su compra”. Se trataba de una vieja grabación de una vieja máquina. Impersonal, sin emoción. Pero el problema no era el efecto robótico, una máquina de nueva generación podría tener una voz más realista, cambiar, adaptarse al cliente, ser “más inteligente”, y sin embargo el “gracias por su compra” no tenía más valor que un soneto o una imagen producida por IA. Entonces, si no es performance, el grado de realismo, la perfección de realización de su cometido, ¿qué es lo que le falta? La intención. La emoción de los padres ante los garabatos de sus pequeños suscitan algo que un dibujo mejor ejecutado no logra. Y al revés, un dibujo de esos de Picasso, por poner un ejemplo, que el ignorante descalifica como “mi hijo puede hacer esto” también pone al descubierto cómo lo que busca esa obra va más allá del “buen dibujo”. La intención también integra la subjetividad, la historia, el inconsciente, mucha información sensible que hasta el propio artista ignora. Y en este caso hasta las falencias y errores le dan una singularidad que hacen que esta producción sea inagotable. Y esa es la gran diferencia, el límite de la IA es, al menos de momento, que hace mejor o peor lo que se le ha pedido, y ahí termina todo.